Jordán. Caballo de Troya 8 by J. J. Benítez

Jordán. Caballo de Troya 8 by J. J. Benítez

autor:J. J. Benítez [J. J. Benítez]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788408004691
editor: Editorial Planeta
publicado: 2012-01-19T00:00:00+00:00


PRIMERA SEMANA EN BEIT IDS

Quizá fue culpa mía…

Esa noche dormí profundamente, como pocas veces lo he hecho. Cuando desperté, el sol llevaba tiempo faenando. Él no estaba en la cueva. Sus cosas habían sido recogidas, a excepción de la escudilla de madera y la pequeña esfera de piedra, que continuaba en el fondo del «plato». La escudilla se hallaba sobre el lecho de paja en el que había dormido el Maestro. El saco de viaje, y la manta, fueron colgados de la viga.

Sí, quizá fue culpa mía. Me quedé dormido…

A mi lado, en un cuenco de barro, descubrí el desayuno, sin duda proporcionado por Él: media docena de bolitas blancas elaboradas por los badu, y que llamaban gebgeb. Se trataba de un queso salado, que devoraban a todas horas (1). Un puñado de dátiles redondeaba la colación.

Agradecí el detalle. Así era el Hijo del Hombre…

Terminé el queso y me dispuse a reunirme con Él. Algo me inquietó. ¿Por qué no recogió la totalidad de sus enseres? Si nos disponíamos a partir esa misma mañana del martes, 15, ¿por qué colgar la manta de la viga de roble? A no ser que fuera prestada por los badu… ¿Por qué no guardó la escudilla y la esfera? Quizá pretendía almorzar en Beit Ids, y partir a continuación…

La mañana era radiante. Excelente temperatura, muy suave, y un cielo limpio y pacífico. No se movía una hoja.

Busqué con la mirada, pero no lo hallé. La zona de la fuente, la encina sagrada, y el bosque de la «luz» aparecían desiertos. En los alrededores tampoco detecté ninguna presencia humana.

Me extrañó.

El Galileo no hizo mención de sus planes durante la cena, o a lo largo de la conversación de la noche anterior.

Tenía que estar en alguna parte…

E inicié la búsqueda por el sur. Frente a la gruta, como dije, al otro lado de la senda que conducía a la aldea de El Hawi, el terreno descendía bruscamente. Los almendros se precipitaban hacia una vaguada por la que corría un río de invierno, un wadi temperamental, pero de escaso cauce. Allí no había nadie.

Me lo tomé con calma. No debía ponerme nervioso. Él sabía lo que hacía. Era yo quien tropezaba habitualmente…

Me aseé, y disfruté de la fría corriente. Aquello me serenó, creo.

Regresé a la boca de la cueva y repasé de nuevo el bosque de la «luz». Las flores blancas y rojizas hacía rato que habían despertado.

Ni rastro.

Caminé hacia la fuente de la welieh. Calculé la distancia a la cueva: siete metros y cincuenta y cinco centímetros. Rodeé el brocal, por si descubría la perdida lucerna de aceite. Tampoco tuve suerte. Y me estremecí al rememorar los extraños gruñidos. ¿Podía el Maestro correr algún peligro físico? Por supuesto, era un Hombre-Dios, pero ¿lo hacía eso invulnerable? ¿Por qué se me ocurrían cosas tan aparentemente absurdas? ¿O no eran tan ilógicas? ¿Qué podía suceder si era atacado por el jabalí? Mejor dicho, por el supuesto jabalí…

Y me entretuve en examinar el terreno. Junto a la fuente no había una sola huella que delatara el paso de un arocho.



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